The following is the translation of the article Why You Never Really Stop Grieving the Loss of a Child first published on Good Housekeeping.
Toda mi vida me perderé todos esos “hubiera…”
Por Lexi Behrndt
El día que me di cuenta de que Charlie hubiese cumplido 13 meses me afectó, y me afectó mucho. Lincoln, mi primer hijo, comenzó a caminar a los 12,5 meses. Charlie debería estar caminando ahora. Y por un momento, imaginé mi vida como si fuese normal. Saldría de esta habitación, y allí estaría él, andando, tomando cosas que no debería tomar, sacando todos los libros de la estantería, simplemente porque podría hacerlo. Dejaría una constante estela de desorden adonde fuese.
Yo saldría del cuarto, con mi mirada sobre él, y cuando él me mirara, me regalaría una enorme sonrisa llena de dientitos. Tendría seis dientes. Tendría baba en su barbilla, el cuello de su camisa estaría empapado de baba. Su hermano, Lincoln, estaría cerca. Lincoln nunca resistiría estar lejos de él. Compartirían juguetes, y sé que Lincoln sentiría frustración y haría un berrinche allí. También sé que a Charlie le daría mucha risa el berrinche de Lincoln.
Charlie usaría la ropa heredada de su hermano, toda la ropa que no pude resistirme y compré para Lincoln en las baratas de Target. Charlie usaría esa ropa con las mismas piernitas rollizas, la pancita abultada y los bracitos perfectos, llenos de rollitos.
Ya diría “mamá”. Me llamaría llorando cuando se enojara. Y saben qué? No me importaría en absoluto. Haría lo que fuera por oír “mamá” tan solo una vez de su dulce voz.
Y cuando rompiera en llanto, lo cargaría en mis brazos, lo abrazaría como al bebé que alguna vez fue, y besaría sus labios perfectos. Le diría que su mami lo ama, y que aquí estoy. Acariciaría su cabello rubio y secaría las lágrimas de sus mejillas.
Es divertido jugar a “hacer de cuenta que”. Le da a mi corazón un momento de alivio. Así debería ser: Charlie, sano y entero y en mis brazos. Yo, la madre de dos varoncitos que me hacen correr constantemente, con ojos cansados, camisas manchadas, y un corazón rebosante. Así debería ser, salvo que hace siete meses, cuando sus pulmoncitos enfermaron por una cardiopatía congénita e hipertensión pulmonar, lo tuve en mis brazos mientras daba su último respiro, y lo besé por última vez.
No perdí solo a un bebé. Perdí a un niñito.
Perdí a un loquito de 3 años que hace travesuras, me estresa y me hace reír con sus tontos comentarios.
Perdí a un niño de jardín de infantes, con su mochila puesta, que corre a besarme al buscarlo al colegio, con cabello rubio transpirado y mugre bajo sus uñas.
Perdí a un niño de tercer grado, a quien ayudar con los problemas de matemáticas, y a quien tapar por las noches.
Perdí a un preadolescente a quien recordarle que se ponga desodorante todos los días. A quien recordarle que sin importar cuánta inseguridad sienta, su mamá siempre lo va a respaldar.
Perdí a un estudiante de secundaria a quien alentar en un partido, a quien ayudar a prepararse para su primera cita, a quien ver independizarse hasta llegar a ser un joven hombre, el hombre que crié.
Perdí a un joven adulto. Un joven a quien amaría por siempre, porque sin importar cuán vieja me ponga, él siempre sería mi bebé.
Todo lo que Charlie podría ser, todo lo que debería ser, lo perdí. Y en su lugar, tengo una urna de cenizas y me aferro a cada recuerdo que poseo de esos seis meses y medio que cargué en mis brazos.
Cuando perdemos a nuestros hijos, no los perdemos tan solo en la etapa en que fallecieron. Los perdemos en cada etapa que no tendremos, y nuestros corazones siempre dolerán por saber eso. Hay una sarta de estupideces que dice que el duelo sigue un método. Que se mantiene ordenado en líneas, limpio, manso, estratégico. Cuando un hijo muere antes que sus padres, no es nada normal, ni ordenado, ni limpio, ni manso.
Toda mi vida, me perderé todos esos “hubiera”. Sus primeros años. Sus años de crecimiento. Los momentos en los que tendría que estar sacándome canas verdes. Luego, los momentos dulces, como el día que podría llevarlo a obtener su licencia de conducir. O el día que me dijera que le propondría matrimonio a su novia. O el día que fuera papá. Nunca tendré esos días. El duelo nunca sera metódico ni ordenado.
Y algo que aprendí de madres que están hace más tiempo que yo peregrinando en este viaje: el duelo no termina. De un corazón quebrantado y palpitante surge un amor infinito a medida que fluctúa a través de los constantes ciclos del duelo: A veces calmo, a veces intenso. Los recuerdos están siempre allí. El amor está siempre allí. Después de todo, una madre jamás deja de amar al hijo que llevó en su vientre.
Generously translated by Nadine Koharic
Image Source: Good Housekeeping
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